Presentación de Jesús en el templo
Relato del Evangelio según San Lucas (Lc 2,22-40)
Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón: este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!– a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.» Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.
 
La Presentación de Jesús en el templo
Catequesis de Juan Pablo II (11-XII-96)
1. En el episodio de la presentación de Jesús en el templo, San Lucas subraya el destino mesiánico de Jesús. Según el texto lucano, el objetivo inmediato del viaje de la Sagrada Familia de Belén a Jerusalén es el cumplimiento de la Ley: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor", y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor» (Lc 2,22-24).
Con este gesto, María y José manifiestan su propósito de obedecer fielmente a la voluntad de Dios, rechazando toda forma de privilegio. Su peregrinación al templo de Jerusalén asume el significado de una consagración a Dios, en el lugar de su presencia.
María, obligada por su pobreza a ofrecer tórtolas o pichones, entrega en realidad al verdadero Cordero que deberá redimir a la humanidad, anticipando con su gesto lo que había sido prefigurado en las ofrendas rituales de la antigua Ley.
2. Mientras la Ley exigía sólo a la madre la purificación después del parto, Lucas habla de «los días de la purificación de ellos» (Lc 2,22), tal vez con la intención de indicar a la vez las prescripciones referentes a la madre y a su Hijo primogénito.
La expresión «purificación» puede resultarnos sorprendente, pues se refiere a una Madre que, por gracia singular, había obtenido ser inmaculada desde el primer instante de su existencia, y a un Niño totalmente santo. Sin embargo, es preciso recordar que no se trataba de purificarse la conciencia de alguna mancha de pecado, sino solamente de recuperar la pureza ritual, la cual, de acuerdo con las ideas de aquel tiempo, quedaba afectada por el simple hecho del parto, sin que existiera ninguna clase de culpa.
El evangelista aprovecha la ocasión para subrayar el vínculo especial que existe entre Jesús, en cuanto «primogénito» (Lc 2,7.23), y la santidad de Dios, así como para indicar el espíritu de humilde ofrecimiento que impulsaba a María y a José (cf. Lc 2,24). En efecto, el «par de tórtolas o dos pichones» era la ofrenda de los pobres (cf. Lv 12,8).
3. En el templo, José y María se encuentran con Simeón, «hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25).
La narración lucana no dice nada de su pasado y del servicio que desempeña en el templo; habla de un hombre profundamente religioso, que cultiva en su corazón grandes deseos y espera al Mesías, consolador de Israel. En efecto, «estaba en él el Espíritu Santo» (Lc 2,25), y «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Mesías del Señor» (Lc 2,26). Simeón nos invita a contemplar la acción misericordiosa de Dios, que derrama el Espíritu sobre sus fieles para llevar a cumplimiento su misterioso proyecto de amor.
Simeón, modelo del hombre que se abre a la acción de Dios, «movido por el Espíritu» (Lc 2,27), se dirige al templo, donde se encuentra con Jesús, José y María. Tomando al Niño en sus brazos, bendice a Dios: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz» (Lc 2,29).
Simeón, expresión del Antiguo Testamento, experimenta la alegría del encuentro con el Mesías y siente que ha logrado la finalidad de su existencia; por ello, dice al Altísimo que lo puede dejar irse a la paz del más allá.
En el episodio de la Presentación se puede ver el encuentro de la esperanza de Israel con el Mesías. También se puede descubrir en él un signo profético del encuentro del hombre con Cristo. El Espíritu Santo lo hace posible, suscitando en el corazón humano el deseo de ese encuentro salvífico y favoreciendo su realización.
Y no podemos olvidar el papel de María, que entrega el Niño al santo anciano Simeón. Por voluntad de Dios, es la Madre quien da a Jesús a los hombres.
4. Al revelar el futuro del Salvador, Simeón hace referencia a la profecía del «Siervo», enviado al pueblo elegido y a las naciones. A él dice el Señor: «Te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42,6). Y también: «Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).
En su cántico, Simeón cambia totalmente la perspectiva, poniendo el énfasis en el universalismo de la misión de Jesús: «Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,30-32).
¿Cómo no asombrarse ante esas palabras? «Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él» (Lc 2,33). Pero José y María, con esta experiencia, comprenden más claramente la importancia de su gesto de ofrecimiento: en el templo de Jerusalén presentan a Aquel que, siendo la gloria de su pueblo, es también la salvación de toda la humanidad.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 13-XII-96]
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La profecía de Simeón asocia a María al destino doloroso de su Hijo
Catequesis de Juan Pablo II (18-XII-96)
1. Después de haber reconocido en Jesús la «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2,32), Simeón anuncia a María la gran prueba a la que está llamado el Mesías y le revela su participación en ese destino doloroso.
La referencia al sacrificio redentor, ausente en la Anunciación, ha impulsado a ver en el oráculo de Simeón casi un «segundo anuncio» (Redemptoris Mater, 16), que llevará a la Virgen a un entendimiento más profundo del misterio de su Hijo.
Simeón, que hasta ese momento se había dirigido a todos los presentes, bendiciendo en particular a José y María, ahora predice sólo a la Virgen que participará en el destino de su Hijo. Inspirado por el Espíritu Santo, le anuncia: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,34-35).
2. Estas palabras predicen un futuro de sufrimiento para el Mesías. En efecto, será el «signo de contradicción», destinado a encontrar una dura oposición en sus contemporáneos. Pero Simeón une al sufrimiento de Cristo la visión del alma de María atravesada por la espada, asociando de ese modo a la Madre al destino doloroso de su Hijo.
Así, el santo anciano, a la vez que pone de relieve la creciente hostilidad que va a encontrar el Mesías, subraya las repercusiones que esa hostilidad tendrá en el corazón de la Madre. Ese sufrimiento materno llegará al culmen en la pasión, cuando se unirá a su Hijo en el sacrificio redentor.
Las palabras de Simeón, pronunciadas después de una alusión a los primeros cantos del Siervo del Señor (cf. Is 42,6; 49,6), citados en Lc 2,32, nos hacen pensar en la profecía del Siervo paciente (cf. Is 52,13 - 53,12), el cual, «molido por nuestros pecados» (Is 53,5), se ofrece «a sí mismo en expiación» (Is 53,10) mediante un sacrificio personal y espiritual, que supera con mucho los antiguos sacrificios rituales.
Podemos advertir aquí que la profecía de Simeón permite vislumbrar en el futuro sufrimiento de María una semejanza notable con el futuro doloroso del «Siervo».
3. María y José manifiestan su admiración cuando Simeón proclama a Jesús «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32). María, en cambio, ante la profecía de la espada que le atravesará el alma, no dice nada. Acoge en silencio, al igual que José, esas palabras misteriosas que hacen presagiar una prueba muy dolorosa y expresan el significado más auténtico de la presentación de Jesús en el templo.
En efecto, según el plan divino, el sacrificio ofrecido entonces de «un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley» (Lc 2,24), era un preludio del sacrificio de Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29); en él se haría la verdadera «presentación» (cf. Lc 2,22), que asociaría a la Madre a su Hijo en la obra de la redención.
4. Después de la profecía de Simeón se produce el encuentro con la profetisa Ana, que también «alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). La fe y la sabiduría profética de la anciana que, «sirviendo a Dios noche y día» (Lc 2,37), mantiene viva con ayunos y oraciones la espera del Mesías, dan a la Sagrada Familia un nuevo impulso a poner su esperanza en el Dios de Israel. En un momento tan particular, María y José seguramente consideraron el comportamiento de Ana como un signo del Señor, un mensaje de fe iluminada y de servicio perseverante.
A partir de la profecía de Simeón, María une de modo intenso y misterioso su vida a la misión dolorosa de Cristo: se convertirá en la fiel cooperadora de su Hijo para la salvación del género humano.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 20-XII-96]
La cooperación de la mujer en el misterio de la Redención
Catequesis de Juan Pablo II (8-I-97)
1. Las palabras del anciano Simeón, anunciando a María su participación en la misión salvífica del Mesías, ponen de manifiesto el papel de la mujer en el misterio de la redención.
En efecto, María no es sólo una persona individual; también es la «hija de Sión», la mujer nueva que, al lado del Redentor, comparte su pasión y engendra en el Espíritu a los hijos de Dios. Esa realidad se expresa mediante la imagen popular de las «siete espadas» que atraviesan el corazón de María. Esa representación pone de relieve el profundo vínculo que existe entre la madre, que se identifica con la hija de Sión y con la Iglesia, y el destino de dolor del Verbo encarnado.
Al entregar a su Hijo, recibido poco antes de Dios, para consagrarlo a su misión de salvación, María se entrega también a sí misma a esa misión. Se trata de un gesto de participación interior, que no es sólo fruto del natural afecto materno, sino que sobre todo expresa el consentimiento de la mujer nueva a la obra redentora de Cristo.
2. En su intervención, Simeón señala la finalidad del sacrificio de Jesús y del sufrimiento de María: se harán «a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,35).
Jesús, «signo de contradicción» (Lc 2,34), que implica a su madre en su sufrimiento, llevará a los hombres a tomar posición con respecto a él, invitándolos a una decisión fundamental. En efecto, «está puesto para caída y elevación de muchos en Israel» (Lc 2,34).
Así pues, María está unida a su Hijo divino en la «contradicción», con vistas a la obra de la salvación. Ciertamente, existe el peligro de caída para quien no acoge a Cristo, pero un efecto maravilloso de la redención es la elevación de muchos. Este mero anuncio enciende gran esperanza en los corazones a los que ya testimonia el fruto del sacrificio.
Al poner bajo la mirada de la Virgen estas perspectivas de la salvación antes de la ofrenda ritual, Simeón parece sugerir a María que realice ese gesto para contribuir al rescate de la humanidad. De hecho, no habla con José ni deJosé: sus palabras se dirigen a María, a quien asocia al destino de su Hijo.
3. La prioridad cronológica del gesto de María no oscurece el primado de Jesús. El concilio Vaticano II, al definir el papel de María en la economía de la salvación, recuerda que ella «se entregó totalmente a sí misma (...) a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso (...) al servicio del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).
En la presentación de Jesús en el templo, María se pone al servicio del misterio de la Redención con Cristo y en dependencia de él: en efecto, Jesús, el protagonista de la salvación, es quien debe ser rescatado mediante la ofrenda ritual. María está unida al sacrificio de su Hijo por la espada que le atravesará el alma.
El primado de Cristo no anula, sino que sostiene y exige el papel propio e insustituible de la mujer. Implicando a su madre en su sacrificio, Cristo quiere revelar las profundas raíces humanas del mismo y mostrar una anticipación del ofrecimiento sacerdotal de la cruz.
La intención divina de solicitar la cooperación específica de la mujer en la obra redentora se manifiesta en el hecho de que la profecía de Simeón se dirige sólo a María, a pesar de que también José participa en el rito de la ofrenda.
4. La conclusión del episodio de la presentación de Jesús en el templo parece confirmar el significado y el valor de la presencia femenina en la economía de la salvación. El encuentro con una mujer, Ana, concluye esos momentos singulares, en los que el Antiguo Testamento casi se entrega al Nuevo.
Al igual que Simeón, esta mujer no es una persona socialmente importante en el pueblo elegido, pero su vida parece poseer gran valor a los ojos de Dios. San Lucas la llama «profetisa», probablemente porque era consultada por muchos a causa de su don de discernimiento y por la vida santa que llevaba bajo la inspiración del Espíritu del Señor.
Ana era de edad avanzada, pues tenía ochenta y cuatro años y era viuda desde hacía mucho tiempo. Consagrada totalmente a Dios, «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones» (Lc 2,37). Por eso, representa a todos los que, habiendo vivido intensamente la espera del Mesías, son capaces de acoger el cumplimiento de la Promesa con gran júbilo. El evangelista refiere que, «como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios» (Lc 2,38).
Viviendo de forma habitual en el templo, pudo, tal vez con mayor facilidad que Simeón, encontrar a Jesús en el ocaso de una existencia dedicada al Señor y enriquecida por la escucha de la Palabra y por la oración.
En el alba de la Redención, podemos ver en la profetisa Ana a todas las mujeres que, con la santidad de su vida y con su actitud de oración, están dispuestas a acoger la presencia de Cristo y a alabar diariamente a Dios por las maravillas que realiza su eterna misericordia.
5. Simeón y Ana, escogidos para el encuentro con el Niño, viven intensamente ese don divino, comparten con María y José la alegría de la presencia de Jesús y la difunden en su ambiente. De forma especial, Ana demuestra un celo magnífico al hablar de Jesús, testimoniando así su fe sencilla y generosa, una fe que prepara a otros a acoger al Mesías en su vida.
La expresión de Lucas: «Hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38), parece acreditarla como símbolo de las mujeres que, dedicándose a la difusión del Evangelio, suscitan y alimentan esperanzas de salvación.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 10-I-97]
 
Jesús entre los doctores
Relato del Evangelio según San Lucas (Lc 2,41-52)
Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca.
Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.» Él les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.
Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.
Jesús, perdido y hallado en el templo
Catequesis de Juan Pablo II (15-I-97)
1. Como última página de los relatos de la infancia, antes del comienzo de la predicación de Juan el Bautista, el evangelista Lucas pone el episodio de la peregrinación de Jesús adolescente al templo de Jerusalén. Se trata de una circunstancia singular, que arroja luz sobre los largos años de la vida oculta de Nazaret.
En esa ocasión Jesús revela, con su fuerte personalidad, la conciencia de su misión, confiriendo a este segundo «ingreso» en la «casa del Padre» el significado de una entrega completa a Dios, que ya había caracterizado su presentación en el templo.
Este pasaje da la impresión de que contradice la anotación de Lucas, que presenta a Jesús sumiso a José y a María (cf. Lc 2,51). Pero, si se mira bien, Jesús parece aquí ponerse en una consciente y casi voluntaria antítesis con su condición normal de hijo, manifestando repentinamente una firme separación de María y José. Afirma que asume como norma de su comportamiento sólo su pertenencia al Padre, y no los vínculos familiares terrenos.
2. A través de este episodio, Jesús prepara a su madre para el misterio de la Redención. María, al igual que José, vive en esos tres dramáticos días, en que su Hijo se separa de ellos para permanecer en el templo, la anticipación del triduo de su pasión, muerte y resurrección.
Al dejar partir a su madre y a José hacia Galilea, sin avisarles de su intención de permanecer en Jerusalén, Jesús los introduce en el misterio del sufrimiento que lleva a la alegría, anticipando lo que realizaría más tarde con los discípulos mediante el anuncio de su Pascua.
Según el relato de Lucas, en el viaje de regreso a Nazaret, María y José, después de una jornada de viaje, preocupados y angustiados por el niño Jesús, lo buscan inútilmente entre sus parientes y conocidos. Vuelven a Jerusalén y, al encontrarlo en el templo, quedan asombrados porque lo ven «sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles» (Lc 2,46). Su conducta es muy diversa de la acostumbrada. Y seguramente el hecho de encontrarlo al tercer día revela a sus padres otro aspecto relativo a su persona y a su misión.
Jesús asume el papel de maestro, como hará más tarde en la vida pública, pronunciando palabras que despiertan admiración: «Todos los que lo oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,47). Manifestando una sabiduría que asombra a los oyentes, comienza a practicar el arte del diálogo, que será una característica de su misión salvífica.
Su madre le pregunta: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2,48). Se podría descubrir aquí el eco de los «porqués» de tantas madres ante los sufrimientos que les causan sus hijos, así como los interrogantes que surgen en el corazón de todo hombre en los momentos de prueba.
3. La respuesta de Jesús, en forma de pregunta, es densa de significado: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).
Con esa expresión, Jesús revela a María y a José, de modo inesperado e imprevisto, el misterio de su Persona, invitándolos a superar las apariencias y abriéndoles perspectivas nuevas sobre su futuro.
En la respuesta a su madre angustiada, el Hijo revela enseguida el motivo de su comportamiento. María había dicho: «Tu padre», designando a José; Jesús responde: «Mi Padre», refiriéndose al Padre celestial.
Jesús, al aludir a su ascendencia divina, más que afirmar que el templo, casa de su Padre, es el «lugar» natural de su presencia, lo que quiere dejar claro es que él debe ocuparse de todo lo que atañe al Padre y a su designio. Desea reafirmar que sólo la voluntad del Padre es para él norma que vincula su obediencia.
El texto evangélico subraya esa referencia a la entrega total al proyecto de Dios mediante la expresión verbal «debía», que volverá a aparecer en el anuncio de la Pasión (cf. Mc 8,31).
Así pues, a sus padres se les pide que le permitan cumplir su misión donde lo lleve la voluntad del Padre celestial.
4. El evangelista comenta: «Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2,50).
María y José no entienden el contenido de su respuesta, ni el modo, que parece un rechazo, como reacciona a su preocupación de padres. Con esta actitud, Jesús quiere revelar los aspectos misteriosos de su intimidad con el Padre, aspectos que María intuye, pero sin saberlos relacionar con la prueba que estaba atravesando.
Las palabras de Lucas nos permiten conocer cómo vivió María en lo más profundo de su alma este episodio realmente singular: «Conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,51). La madre de Jesús vincula los acontecimientos al misterio de su Hijo, tal como se le reveló en la Anunciación, y ahonda en ellos en el silencio de la contemplación, ofreciendo su colaboración con el espíritu de un renovado «fiat».
Así comienza el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que llevará a María a superar progresivamente el papel natural que le correspondía por su maternidad, para ponerse al servicio de la misión de su Hijo divino.
En el templo de Jerusalén, en este preludio de su misión salvífica, Jesús asocia a su Madre a sí; ya no será solamente la madre que lo engendró, sino la Mujer que, con su obediencia al plan del Padre, podrá colaborar en el misterio de la Redención.
De este modo, María, conservando en su corazón un evento tan rico de significado, llega a una nueva dimensión de su cooperación en la salvación.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 17-I-97]

María en la vida oculta de Jesús
Catequesis de Juan Pablo II (29-I-97)
1. Los evangelios ofrecen pocas y escuetas noticias sobre los años que la Sagrada Familia vivió en Nazaret. San Mateo refiere que san José, después del regreso de Egipto, tomó la decisión de establecer la morada de la Sagrada Familia en Nazaret (cf. Mt 2,22-23), pero no da ninguna otra información, excepto que José era carpintero (cf. Mt 13,55). Por su parte, san Lucas habla dos veces de la vuelta de la Sagrada Familia a Nazaret (cf. Lc 2,39.51) y da dos breves indicaciones sobre los años de la niñez de Jesús, antes y después del episodio de la peregrinación a Jerusalén: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40), y «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
Al hacer estas breves anotaciones sobre la vida de Jesús, san Lucas refiere probablemente los recuerdos de María acerca de ese período de profunda intimidad con su Hijo. La unión entre Jesús y la «llena de gracia» supera con mucho la que normalmente existe entre una madre y un hijo, porque está arraigada en una particular condición sobrenatural y está reforzada por la especial conformidad de ambos con la voluntad divina.
Así pues, podemos deducir que el clima de serenidad y paz que existía en la casa de Nazaret y la constante orientación hacia el cumplimiento del proyecto divino conferían a la unión entre la madre y el hijo una profundidad extraordinaria e irrepetible.
2. En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había encomendado atribuía un significado más alto a su vida diaria. Los sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo.
El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar. Se trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo que, a menudo, no se aprecia bastante. Con todo, los muchos años que vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. En efecto, la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran como misión de servicio y de amor, encierra un valor extraordinario a los ojos del Señor.
Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no estaba dominada por la monotonía. En el contacto con Jesús, mientras crecía, se esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo, contemplando y adorando. Dice san Lucas: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51).
«Todas estas cosas» son los acontecimientos de los que ella había sido, a la vez, protagonista y espectadora, comenzando por la Anunciación, pero sobre todo es la vida del Niño. Cada día de intimidad con él constituye una invitación a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado de su presencia y el misterio de su persona.
3. Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil creer, dado que vivía a diario en contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al respecto, que habitualmente permanecían ocultos los aspectos singulares de la personalidad de su Hijo. Aunque su manera de actuar era ejemplar, él vivía una vida semejante a la de tantos coetáneos suyos.
Durante los treinta años de su permanencia en Nazaret, Jesús no revela sus cualidades sobrenaturales y no realiza gestos prodigiosos. Ante las primeras manifestaciones extraordinarias de su personalidad, relacionadas con el inicio de su predicación, sus familiares (llamados en el evangelio «hermanos») se asumen -según una interpretación- la responsabilidad de devolverlo a su casa, porque consideran que su comportamiento no es normal (cf. Mc 3,21).
En el clima de Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María se esforzaba por comprender la trama providencial de la misión de su Hijo. A este respecto, para la Madre fue objeto de particular reflexión la frase que Jesús pronunció en el templo de Jerusalén a la edad de doce años: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Meditando en esas palabras, María podía comprender mejor el sentido de la filiación divina de Jesús y el de su maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento de su Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él llamaba «mi Padre».
4. La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María no sólo a avanzar «en la peregrinación de la fe» (Lumen gentium, 58), sino también en la esperanza. Esta virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo de la Anunciación y de las palabras de Simeón, abraza toda su existencia terrena, pero la practicó particularmente en los treinta años de silencio y ocultamiento que pasó en Nazaret.
Entre las paredes del hogar la Virgen vive la esperanza de forma excelsa; sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los tiempos y los modos con que Dios realizará su promesa. En la oscuridad de la fe, y a falta de signos extraordinarios que anuncien el inicio de la misión mesiánica de su Hijo, ella espera, más allá de toda evidencia, aguardando de Dios el cumplimiento de la promesa.
La casa de Nazaret, ambiente de crecimiento de la fe y de la esperanza, se convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El amor que Cristo deseaba extender en el mundo se enciende y arde ante todo en el corazón de la Madre; es precisamente en el hogar donde se prepara el anuncio del evangelio de la caridad divina.
Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más en el misterio de nuestra vida misma que, como recuerda san Pablo, «está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3).
A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, pero que, en la escuela de María, puede revelar potencialidades inesperadas de salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 31-I-97]
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